La felicidad de estar decorando tu casa. Siempre soñé con una casa con vistas al mar, grande y luminosa. La vida me regaló una bien distinta: pequeña, vistas a una placita de pueblo y la estructura desigual. Y escribo «me regaló» porque me siento la mujer más afortunada del mundo en mis 60 metros cuadrados. Recuerdo cuando hace una década cogía el tren para venir a la ciudad del viento a visitar al chico que me gustaba y que unos cuantos años más tarde se convertiría en mi marido. Cincuenta minutos de trayecto en los que me quedaba embelesada viendo el paisaje y en los que fantaseaba con la vida de mis compañeros de vagón.
El camino no hay sido fácil, nada fácil, pero con el tiempo he aprendido que la vida tenía muchas cosas que enseñarme y yo, como buena pupila, solo tenía que aprender, por muy duro que fuese. Precisamente esas enseñanzas me han hecho tener la bonita capacidad de valorar los días como el de hoy.
Hoy, pese a que es lunes, está siendo uno de esos días azules, precioso, en los que estamos arreglando nuestro hogar. La casa parece mucho más grande, el frío del otoño ya se asoma cada vez que abrimos la ventana y solo hay ganas de tomar chocolate caliente, devorar libros y preparar recetas deliciosas de Navidad. Es maravilloso. Ahora mismo escribo desde la cama, con una manta y mirando la luz de una vela que acabo de encender. Me siento invencible, aunque en unas horas la rutina toque la puerta. ¡Qué más da! Nadie nunca podrá arrebatarme esta sensación de plenitud.
Gracias, vida. Cada vez necesito a menos personas, pero más estos momentos en los que la felicidad, más absoluta y genuina, me encuentra.
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